Llama la atención la ‘cuestión’[1] de la originalidad. Una cuestión es un asunto, algo alrededor de lo cual se establece una pregunta: question. Cuestionarse algo es preguntárselo. Ya dijo Heidegger y como es alemán le damos mucha bola (y sí pues: lo traducimos, lo expropiamos, y sobre todo y por favor, lo traicionamos), que a las preguntas hay que saber plantearlas. A quién, sobre qué, qué preguntar. El sobre qué es la originalidad. A quiénes es a nosotres, pero nosotres en tanto qué?
Y ese ‘en tanto que’, tan filosófico él, es un poco el que orienta por dónde va la cosa. De seres humanos hablamos todo el tiempo, tan egocéntricos somos, y esa no es una pregunta real. La pregunta es ¿qué característica de lo humano vamos a tomar? Vamos a hablar de nosotres ¿en tanto qué? Y cuando respondemos a esa pregunta, entonces ya direccionamos una respuesta, nos enmarcamos en algún posicionamiento para poder hablar.
Enmarcarse en un posicionamiento es adoptar, expropiar, tomar prestado el andamiaje para ponerse a responder: porque claro, la contracara de la pretensión de originalidad es la hiper citación. Algunas veces citamos compulsivamente a una serie de salames de moda para que se note que leemos, que estamos al día, y que podemos decir algo. Otras veces, las más interesantes y por ello raras, usamos ese andamiaje para traicionarlo un poco, y que nos ayude a decir lo que queremos sin aplastarnos.
La cuestión – otra vez, es que es una palabra hermosa- no es tanto tener qué decir. Nos parecemos al astrónomo de El Principito, que tuvo que vestirse “a la europea” para que le creyeran que había descubierto un asteroide. Eso nos hace pensar: ¿cuántas verdades se habrán volado en bares y esquinas, porque nadie escucha a los borrachos, transeúntes, flaneurs? – y ahí podemos hacer historia y decir, también compulsivamente, que “in vino veritas”, empinando la damajuana para que puedan brotar las verdades. Como los huevos de pascua, las verdades, si no vienen envueltas en envases vistosos y bonitos, no nos parecen ricas – aunque lo sean.
En este caso, retomando lo del principio, diremos que nos preguntamos por la originalidad como (en tanto que) bichxs de las redes, como seres completamente atravesades por el individualismo, en una palabra: preguntamos a las selfies de Instagram que solemos ser. Esa manera de ser personas, implica un vínculo particular con la verdad o las verdades. Pareciera ser que alcanzamos nuestras verdades con un clic en la mano, dando un me gusta o sacando una selfie. Esas verdades están ahí, porque están disponibles todos los modos-de-ser y sólo hay que tomarlos, incorporarlos a nuestro avatar para ser quienes somos. Alcanzar verdades –elaborar la nuestra- no requiere ni de transformaciones, ni de esfuerzos, ni de nada que complique ni implique arrugar ni siquiera un poco la lisa pantalla de nuestra cara en el teléfono.
Y esta cuestión que nos convoca, la de la “originalidad”, “autenticidad”, “esencia” (entre las muchas palabras que podemos usar para hablar de lo mismo) está íntimamente relacionada con la verdad. Encontrarse a una misma es encontrar la propia verdad: porque a las preguntas, por lo general, se las responde con verdades.
Y no. Ahí está el error: creemos, en primer lugar, que la acción de encontrar es algo que sucede casi sin darnos cuenta. Vamos caminando por el barrio, y encontramos nuestra verdad, como quien encuentra una silla un poco rota en el borde de la calle. No. El vínculo con la verdad es un proceso de elaboración: hay que amasarla, condimentarla, producirla, esperar a que leude, cocinarla. Y con esta metáfora no quiero decir que en algún momento estará lista, la verdad que responda a nuestra pregunta más íntima no se acaba nunca.
Pero usando la metáfora, puedo decir que a la harina la compré en el súper, el agua es la que sale de la canilla, la sal y los condimentos también los compré: no hay absoluta originalidad en mi masa. No hay –como se pretende a veces- una creatio ex nihilo (creación a partir de la nada). No hay una originalidad absoluta que no conecta con nada de lo que ya es, de lo que ya existe, de lo que hay por ahí.
Y acá hago un alto. Porque siempre que se trata la cuestión de la singularidad, de lo propio, de la verdad de una, merodea como un fantasma la ¿necesidad? (perdón, es que volver a poner ‘cuestión’ es muchísimo) de hacer de sí una creación que no le “copie” a nadie. En primer lugar, creo que es imposible: re podemos jugar a ser diosxs (yo Afrodita, gracias), pero no lo somos. Recordemos nuestra humanidad, y ella es comunitaria, siempre en-con otres. La fantasía divina es algo propio de la infancia, y duele abandonarla.
En segundo lugar, porque ¿qué tiene de malo copiar? Aprendemos todo el tiempo copiando, aunque en la escuela nos quieran hacer creer que eso es algo malo. En la infancia aprendemos por imitación, por copia de movimientos, actitudes y sonidos que realizan quienes nos rodean.
Lo que hacemos es interpretar, ya lo dijo Nietzsche y prometo que voy a tratar de dejar de citar chongos. Pero para que esas interpretaciones sean propias, singulares, requieren de un ejercicio productivo por parte de la persona. Interpretar es, un poco, crear.
Entonces, productivo no, suena académico pero es mentira. Más que una producción es una hechura, como cuando se hace pan: se amasa, no al modo industrial, sino con las propias manos, dejando un poco de sudor, salando a ojo. Dicen que, aunque usemos exactamente los mismos ingredientes, nunca una receta hecha por dos personas diferentes tiene el mismo sabor. Cuando digo dos personas diferentes, también me refiero a lxs 33 que somos cada quien.
Interpretando expropiamos, como un ejercicio del yo. Expropiamos saberes, pero también y muchísimo modas, maneras, actitudes. Vamos tomando cosas que nos gustan y las hacemos nuestras. Acá me gusta mucho el término ‘expropiar’ porque da cuenta del hecho de que nada es nuestro, pero todo puede ser incorporado. Qué expropiar será el arte de cada quien, que elige lo que se imita, lo que se toma. Flashamos muchísimo con la propiedad privada y creemos que también se puede aplicar a las ideas.
Y el sabor particular de cada pan amasado es el saber de lo que somos, interpretado, rehecho, cocinado, milenario-ancestral y propio-nuevo. Porque preguntarse y responderse, saberse, saborearse, también es parte de las tareas de reproducción de la vida.
Julieta Radowitzky
Relaciones Peligrosas, Rene Magritte, 1936.
[1] Pongo la palabra ‘cuestión’ así para que adquiera un tono filosófico.
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