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Pandemia y cultura en Mendoza

Los pronósticos optimistas de un nuevo paradigma mundial que surgieron con el comienzo de la pandemia de covid19 parecen alejarse. Las ilusiones que algunos filósofos sostuvieron, siguiendo con otra profundidad el lema «crisis significa oportunidad», parecen diluirse a medida que vamos avanzando en esta adaptación a la vida en pandemia. Más bien parece que el estado policial cobra fuerza y avanza sobre debilitadas estructuras que ha dejado el capitalismo global. La pandemia, hasta el momento, no parece hacer más que lo obvio: mayor concentración de la riqueza, menos torta para repartir, instituciones obsoletas que pueden hacer frente a las megacorporaciones. Un ejemplo es el aumento de beneficios para plataformas digitales que permiten suplantar de alguna manera el contacto humano. En particular, el ámbito de la cultura no queda exento de esta concentración de riquezas: las plataformas más mainstream (Spotify, Netflix, Amazon Prime, YouTube, etc.) no han hecho más que aumentar sus ganancias, mientras que los artistas no reciben beneficios en la misma proporción. Mucho menos, si sus producciones no están rankeadas.

En Argentina el gobierno nacional busca hacer frente a la pandemia con mayor presencia e intervención por un lado, pero por el otro enfrenta una grave crisis de deuda y una oposición política cada vez más agresiva. Curiosamente, el unitarismo de facto parece funcionar al revés de como suele hacerlo: el covid19 está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires. En el medio, las pérdidas para algunos sectores se siguen sintiendo más fuerte que para otros.

No he hecho más que volver sobre lo obvio. Vamos a lo que sigue siendo obvio, pero particular. En Mendoza, la baja en la curva de contagios de covid19 llevó al gobierno provincial a ensayar lentamente una apertura de sus circuitos económicos, más allá de los rubros considerados esenciales. En esta práctica, muchas actividades han quedado relegadas sin una justificación sanitaria, particularmente las actividades relacionadas con el arte y la cultura. Posiblemente, el estado precario de la cultura mendocina, la falta de sistematización de sus prácticas y la dificultad de la profesionalización en los ámbitos culturales, hace que quede atrás en capacidad de lobby ante actividades igual de peligrosas -considerando la posibilidad de contagio de covid19-.

Si quisiéramos pensar mal, podemos decir que la pandemia ha funcionado para cumplir con una especie de «higiene social» para eliminar o reducir la «molesta» actividad cultural independiente. Trataremos de no pensar mal, pero veamos: protocolos para apertura de bares, restaurantes, gimnasios, iglesias, shoppings, locales comerciales cerrados y demás. No hay protocolos para apertura de centros culturales, salas de teatro, ferias de artesanos. Las librerías vendrían a un punto intermedio que se «salvan» con esta mitigación del aislamiento social obligatorio. No se entiende, bajo el parámetro sanitario, por qué puede abrir un bar con reserva previa y al 50% de ocupación y no hacerlo una sala de teatro con los mismos parámetros. O un centro comercial cerrado y no una feria artesanal a cielo abierto como la feria de plaza Independencia. Cualquiera que haya asistido a un museo o galería de arte provincial, encontraría que, fuera del día de inauguración, no suele haber más de 10 espectadores diarios en una sala.

Frente a la crisis económica que provoca la pandemia, los trabajadores de la cultura vuelven a ser el último orejón del tarro, con casi ninguna salida a la vista que les permita generar ingresos genuinos. Pero volvemos a lo mismo, ¿acaso los artistas no eran ya el último orejón del tarro en la configuración económica provincial? ¿Hace cuánto no se piensa integralmente la posibilidad de que los artistas generen sus propios ingresos? Más bien, suele irse hacia lo contrario: cierre de espacios de exposición, normativas que no contemplan ni protegen las prácticas culturales, falta de apoyo para la profesionalización del sector, reducción de la inversión cultural al calendario vendimial, entre otras que la comunidad artística ya conoce de sobra. Ver la plaza Independencia vacía de artesanos es como transitar el proyecto del Viti Fayad de limpiar la ciudad y embistió contra las ferias al aire libre en el 2007-2008.

El nuevo/viejo paradigma de cultura en la provincia aparece con rango ministerial, pero asociado al turismo. O sea, se intenta reforzar desde lo estructural el concepto que cultura es algo que consumen los turistas. En las condiciones habituales, se cae en la concentración de recursos hacia un afuera ideal y en las condiciones de pandemia, pues bueno, no hay turismo.

La gran inversión histórica es la Fiesta de la Vendimia, una especie de ventana espectacular de Mendoza hacia el mundo, que concentra la abrumadora mayoría de recursos económicos destinados a cultura. Más allá de cómo oficia la fiesta vendimial su rol de reproducción de social, también representa una de las escasas instancias en las que los artistas cobran un dinero determinado por su arte. Sin embargo, como sucede con toda concentración económica, el resto del año se navega en aguas tormentosas. El cachet de los artistas de vendimia (músicos, bailarines, actores) fue de 32 mil pesos este 2020. Un número no despreciable si se considera el mes de trabajo que supone, pero más que escaso considerando el contexto. Un sueldo menor a la canasta básica, por única vez en el año y que no contempla la formación constante que debe tener un artista para poder participar siquiera en el cásting.

Fuera de vendimia, las posibilidades de vivir de una actividad artística resultan inexistentes. Parafraseando a John Lennon, podemos decir que el arte es aquello que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes. ¿De qué viven los artistas mendocinos durante el año? Salvo excepciones, no de su arte, por más que sean artistas profesionales. Pero el profesionalismo está dado por las horas diarias de práctica y formación, no por el salario o la retribución económica que se reciba. En lo personal, creo que sostener otras actividades diarias por fuera de lo artístico acaba reforzando la propia producción, pero esto no puede ser excluyente de tener la posibilidad de producir cultura y que se garanticen al menos algunos canales de distribución que aceiten los mecanismos para facilitar la producción artística. No creo que ningún artista esté de acuerdo con recibir un sueldo de artista oficial. Pero sí sería necesario implementar políticas públicas para permitir y sostener la actividad cultural.

Más bien, pareciera operarse en sentido contrario. Los contratos eventuales, becas y subsidios, además de ser muy pocos, suelen pagarse tarde y mal. Generar por otro lado un espacio autogestivo resulta prácticamente imposible. ¿Cuántos centros culturales existen en la provincia? ¿Cuántos han sido clausurados escudándose en normativas heredadas de las dictaduras? Siempre se siente algo de clandestino en las ferias autogestivas y la presencia del Estado está para reprimir, no para fomentar. De cierta manera, se fuerza a los artistas a la clandestinidad de las direcciones por privado en lugar de fortalecer y alentar la creación de espacios. Insisto con la idea de que la nueva normalidad será peor que la vieja normalidad, en tanto sólo servirá para reforzar el desbalance de poder que ya existía.

Existe también un desconocimiento generalizado de toda la cadena de trabajadores que hay detrás de un producto cultural. Las plataformas a través de la cuales estamos consumiendo arte durante esta pandemia se nos aparecen como simples y transparentes, pero sólo porque no tomamos consciencia del trabajo que hay detrás de ellas. Es como ver una película y no entender qué significan todas las letritas que pasan al final. Omitir intro, para poner en lenguaje Netflix. Quizás desconozcamos también la cadena de producción que existe entre el arte y el público en una situación normal o prepandémica. El aislamiento, sin embargo, no deja de ampliar esa distancia e invisibilizar a los intermediarios.

Las fuentes de trabajo de las industrias culturales (vaya concepto) también están en peligro, quizás más que los propios artistas. Voy a usar como ejemplo el producto cultural quizás más industrializado (al menos desde el siglo XV y el que por mi experiencia más conozco): el libro. Para que el texto de un autor llegue al público en general en formato libro, hay montones de intermediarios que, desde un punto de vista industrialista, suman valor al producto. Entre el autor del texto y el lector del libro podemos encontrar: editor, corrector, diseñador, impresor, divulgador, distribuidor, librero; en un esquema muy básico. En general, los intermediarios son los que –dentro de la cadena de producción– suelen tener un pago más o menos fijo. Al cortarse la cadena, se cortan también esas fuentes laborales que son quienes influyen directamente en las posibilidades de éxito de un artista.

Las plataformas digitales, por otra parte, parecieran ofrecernos un vínculo más directo del artista con su público. Mera ilusión, una nueva zanahoria. Del sueño americano al self-made artist. Así como Gustav Gusteau en Ratatouille sostiene que todos pueden cocinar como un chef, la idea de que podemos llevar nuestro arte al mundo a través de plataformas digitales está ahí. Lo cierto es que cambian a los actores del juego, pero no cambian el juego en sí. Es facilísimo subir un video a Youtube, pero si no cuento con la experiencia necesaria para transformar ese contenido en un producto consumible, pues tendré las vistas de mis familiares y amigos solamente, más allá de la calidad de lo que haya hecho. Este desconocimiento del juego hace también que otras propuestas caigan en saco vacío, como la iniciativa Mendoza en Casa, lanzada por el gobierno provincial con el fin de trasmitir a artistas mendocinos a través de redes sociales. Internet sigue siendo un reflejo del mundo, no viceversa.

Las patas enclenques sobre las que se apoyaba la gestión cultural mendocina no han hecho más que quebrarse ante la fuerza de la crisis del coronavirus. Los tibios intentos que se han hecho suponen menos que una limosna, que además suelen dejar afuera a un montón de trabajadores de la cadena de producción de un objeto o evento cultural, especialmente técnicos. Hacer un recital por streaming termina resultando también en un «ahorro» de sonidistas, iluminadores, plomos y demás. Es necesario repensar la «nueva normalidad», pero los que todavía no teníamos resuelta la «normalidad», encontramos que ahora estamos más afuera que antes. Todo un palo, ya lo ves.

Para cerrar, The Sunday Times realizó una encuesta sobre los trabajadores esenciales y no esenciales, en la que los encuestados dejaron claro que los artistas son los trabajadores menos esenciales de todos (ver: https://www.latercera.com/mouse/los-artistas-son-esenciales-especialmente-en-tiempos-del-coronavirus/ y https://mothership.sg/2020/06/sunday-times-survey-artist-non-essential/).

En el día a día, quienes trabajamos en cultura, parece que hemos asumido esto como algo normal. Tenemos incorporado que para dedicarse al arte, hay que trabajar de otra cosa.

por Javier Piccolo



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